Por Ed Stetzer
«… Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío»
(Jn. 20:21).
La mayoría de los creyentes captó rápidamente la idea de que Jesús había sido enviado al mundo. Cuando hablaba con Sus discípulos junto al pozo de Samaria, les dijo: «Mi comida es que haga la voluntad del que me envió». En Juan 4–8, catorce veces Jesús se refirió a haber sido enviado por Su Padre, como cuando declaró: «… he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (6:38) y «Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí» (8:18). Pablo escribió sobre esa misma verdad en Romanos 8:3, al hablar de Dios «… enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado…». Cuando Jesús afirma: «el Padre me ha enviado», no es una sorpresa. La identidad de Jesús como «el enviado» es una de las más fundamentales. La encarnación de Cristo es el hecho más representativo de Su misión como enviado y un modelo para nosotros que lo representamos en el mundo
Los creyentes saben que han sido enviados en una misión al mundo. La palabra «enviado» aparece muchas veces en las epístolas de Pablo, por ejemplo, cuando se menciona a Timoteo y a Tito, a quienes les ha sido confiado el mensaje y la misión. En Hechos, también se habla a menudo de enviar. A Ananías se lo envía a orar por Pablo y abrirle los ojos. Pablo y Bernabé son enviados por la iglesia de Antioquía como misioneros para predicar el evangelio. «Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron» (Hch. 13:2-3). La mayoría sabe que Jesús «envió» a algunos, pero no suele considerar la amplitud ni la profundidad de ese acto (comp. Gn. 12:1-3; Ex. 19:5,6; Is. 6:8; Mt. 24:14; 28:18-20; Lc. 24:46-48; Hch. 1:8; 1 P. 2:9-10).
Todo el pueblo de Dios ha sido enviado a una misión; las únicas preguntas son «¿adónde?» y «¿a predicarle a quién?». Por lo tanto, el reino de Dios es una misión, y Él encarga esa misión a la Iglesia. En otras palabras, la Iglesia no tiene una misión, sino que la misión tiene una Iglesia. Algunos son enviados como misioneros a otras culturas (lo que generalmente llamamos «obra misionera»), pero todos hemos sido enviados (llamamos a esto «tener conciencia misionera»). Para entender la profundidad de esta condición de enviados, debemos tener en cuenta que la fuente de nuestra identidad misionera se encuentra en la propia naturaleza de Dios. Tenemos que darnos cuenta de que este acto de enviar es tan propio de la naturaleza de Dios como lo son Su amor, Su perdón, Su justicia o Su santidad, y de ello tenemos ejemplo tras ejemplo en Su Palabra. Si la naturaleza de Dios no incluyera esa disposición a enviar, conoceríamos muy poco del resto de Sus atributos. Sin ella, no veríamos en la creación al «esposo que sale de su tálamo» (Sal. 19:5) y cuya culminación se encuentra en Jesús, quien se presenta «a sí mismo, una iglesia gloriosa» mediante el evangelio (Ef. 5:27).
El acto de Dios por el cual envía es tan tangible como cualquier otro de los atributos divinos, y forma parte de su esencia: el Padre envía a Su Hijo y al Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu, en unidad indivisible, envían a la Iglesia. Debemos ser personas con conciencia misionera, debemos vivir como enviados. Nuestra identidad como seres humanos que envían y son enviados está ontológicamente conectada con la propia existencia de la Iglesia. Es decir, así como está relacionada a la naturaleza de Dios, lo está también a la de la Iglesia. Cuando Jesús proclamó: «… Como me envió el Padre, así también yo os envío» (Jn. 20:21), Su mandato representó el acto por el cual comisionó a los discípulos de aquella época. Ese mandamiento se transforma después en la tarea misionera descrita por Pedro en su primera carta: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 P. 2:9).
El concepto de una Iglesia misionera supone el reconocimiento de que Dios es un Dios que envía, y nosotros, la Iglesia y los creyentes individuales, debemos vivir como enviados. La Iglesia misionera es modelada por la idea de que todo creyente debe vivir en estado de misión. Ser enviado significa abandonar la seguridad de nuestros edificios eclesiásticos y nuestros hogares cristianos a fin de compartir el evangelio con todos. La naturaleza misionera de la Iglesia nos llama a participar en el trabajo de los misioneros en otras naciones y apoyarlos en su labor de llevar el evangelio por todo el mundo, así como llama a los creyentes con una visión misionera local a mostrar el amor de Cristo por todo su vecindario. Ser enviados es algo inherente a la condición de seguidor de Jesús. Es la forma de ser de Jesús que se manifiesta en nosotros.
No se nos envía solos a las misiones. El pueblo de Dios se une a Él en Su misión. Se nos da tanto el mandato como el poder para que participemos con Él en esa tarea. Sabemos que es así porque Jesús lo prometió: «… he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Somos enviados a una misión junto con el que envía. Como creyentes, no decidimos si tenemos una misión. La tenemos tanto por nuestro llamamiento como por la propia naturaleza de Dios. La única cuestión es si vivimos o no conforme al llamamiento que hemos recibido. ¿Está nuestra identidad (enviados a una misión) en conformidad con nuestra vida (vivir en la misión)?
Las iglesias misioneras comparten con las personas el mensaje redentor del evangelio. Para hacerlo, la Iglesia imita a Cristo en su compromiso con la misión. Él vino y anunció que serviría a los quebrantados (Lc. 4) y salvaría a los perdidos (Lc. 19:20). A nosotros se nos llama a unirnos a Él en esa misión, y a mostrar y compartir la buena noticia de Jesús al mundo que Él ama. La Iglesia misionera es una que lucha por la verdad.
La Iglesia misionera se relaciona con la cultura de su época y habita en ella, al tiempo que procura permanecer separada de sus pecados y planteamientos pecaminosos. Jesucristo fue un hombre judío del siglo I que se relacionó con creyentes, personas que dudaban, burladores, amigos y enemigos, y sin embargo, nunca pecó. Estuvo verdaderamente en el mundo sin ser del mundo. Podemos relacionarnos con los codiciosos sin volvernos codiciosos, con los odiosos sin volver nos odiosos, y con los orgullosos sin volvernos orgullosos. La presencia de la tentación no debería obstaculizar nuestro vivir misionero. En cambio, debemos ser una comunidad contracultural que sea culturalmente relevante al servicio del reino.
Por último, ser enviado por Jesús así como Él fue enviado por el Padre significa que la semilla del evangelio echará raíces. Esta debe sembrarse en el suelo de la cultura actual, la cual necesita que haya cristianos que se relacionen con ella. La Escritura nos llama a ser sal y luz, y esto requiere presencia y proclamación.
La naturaleza del Padre, que incluye la disposición a enviar, el mandato de Cristo y el otorgamiento de poder por parte del Espíritu crean una Iglesia misionera. Como creyentes, deberíamos deleitarnos en la invitación de Cristo a unirnos a Su pueblo misionero.
Artículo extraído de la RVR 1960 Biblia de estudio Holman.
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Foto por (Aaron Burden) en Unsplash
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