
Por Stephen J. Wellum
La palabra «encarnación» deriva de una palabra latina que significa literalmente «en la carne». En la teología cristiana, el término se refiere al acto sobrenatural de Dios a través del Espíritu Santo, por el cual el eterno Hijo de Dios, la segunda persona del Dios Trino, tomó una naturaleza humana completa y sin pecado. Como resultado de tal acción, el Hijo de Dios se transformó para siempre en el Dios-hombre, el Verbo hecho carne (Jn. 1:1,14; Ro. 1:3-4; 8:3; Gá. 4:4; Fil. 2:6-11; 1 Ti. 3:16; He. 2:5-18; 1 Jn. 4:2).
La encarnación tuvo lugar mediante la concepción virginal, comúnmente conocida como nacimiento virginal —la obra milagrosa del Espíritu Santo en la matriz de María—, de modo que lo concebido fue plenamente Dios y plenamente hombre en una sola persona para siempre (Mt. 1:18-25; Lc. 1:26-38). Dios lo hizo así para poder ser el Redentor de la Iglesia, nuestro Profeta, Sacerdote y Rey, y así salvar a Su pueblo de sus pecados (Mt. 1:21). Al hacerse uno con nosotros, el Señor de gloria no solo comparte nuestros dolores y cargas, sino que también puede asegurar nuestra redención. Esto se debe a que llevó nuestros pecados a la cruz como nuestro sustituto y fue crucificado para nuestra justificación (ver Ro. 4:25; He. 2:17-18; 4:14-16; 1 P. 3:18).
La humanidad y la deidad de Jesús en la Escritura
Las pruebas bíblicas de la plena deidad y humanidad de Cristo son abundantes. Respecto a su humanidad, Jesús se presenta como un hombre judío que nació, se sometió al proceso normal de crecimiento y desarrollo (Lc. 2:52), y vivió la gama completa de experiencias humanas (por ej., Mt. 8:10,24; 9:36; Lc. 22:44; Jn. 19:28), incluidos crecer en conocimiento (Mr. 13:32) y experimentar la muerte (Jn. 19:30). Aparte de no tener pecado, verdad afirmada inequívocamente por la Escritura (Jn. 8:46; 2 Co. 5:21; He. 4:15; 1 P. 1:19), Él es en todo igual a nosotros.
La Escritura señala también que Jesucristo hombre es además el Hijo eterno de Dios y, por lo tanto, Dios junto con el Padre y el Espíritu. Desde las primeras páginas del NT, a Jesús se lo identifica como el Señor: Aquel que establece el gobierno divino e inaugura la era del nuevo pacto en cumplimiento de las expectativas del AT; algo que solamente Dios puede hacer (por ej., Is. 9:6-7; 11:1-10; Jer. 31:31-34; Ez. 34). Por eso, los milagros de Jesús no son meros actos humanos hechos en el poder del Espíritu Santo, sino demostraciones de Su propia autoridad divina sobre la naturaleza (por ej., Mt. 8:23-27; 14:22-23), Satanás y sus huestes (Mt. 12:27-28) y todas las cosas (Ef. 1:9-10,19-23). Por ser el Hijo de Dios, Jesús tiene autoridad para perdonar pecados (Mr. 2:3-12), para afirmar que Él mismo es el cumplimiento de la Escritura (Mt. 5:17-19; 11:13), para ver Su relación con el Padre desde una posición de igualdad y reciprocidad (Mt. 11:25-27; Jn. 5:16-30; 10:14-30) y para hacer las obras de Dios en la creación, la providencia y la redención (Jn. 1:1-18; Fil. 2:6-11; Col. 1:15-20; He. 1:1-3).
Expresión teológica de las naturalezas de Jesús
La reflexión teológica posterior de la Iglesia, especialmente en el Concilio de Calcedonia (451 d.C.), afirmó que no hacemos justicia a la Escritura si no confesamos que Jesús de Nazaret era plenamente Dios y plenamente hombre. Dios el Hijo, quien dio identidad personal a la naturaleza humana que había asumido y que lo hizo sin dejar de lado ni comprometer Su naturaleza divina, debe ser confesado como una Persona que existe ahora en dos naturalezas. Además, Calcedonia afirmó que no debemos pensar que la encarnación incluía un cambio en las propiedades de cada naturaleza, lo cual daría como resultado algún tipo de mezcla que no era ni plenamente divina ni plenamente humana, como afirmaban erróneamente los eutiquianos. Más bien, debemos afirmar que las propiedades de ambas naturalezas (la humana y la divina) fueron preservadas de manera que Jesús es todo lo que Dios es en todas Sus perfecciones y todo lo que nosotros los humanos somos, excepto en términos del pecado.
Esta afirmación implica al menos dos cosas importantes. En primer lugar, el hombre Jesús, desde el momento de Su concepción, fue una sola persona fruto de la unión de la naturaleza humana con la persona del Hijo divino. En ningún momento, hubo dos personas o dos centros de autoconciencia, como afirmaban erróneamente los nestorianos. Por esta razón, tenemos en nuestro Señor Jesucristo un encuentro cara a cara con Dios. Nos encontramos con Él, no subsumido en carne humana, no meramente asociado con ella, sino en todo Su esplendor moral. La deidad y la humanidad coinciden, no porque lo humano se haya alzado hasta lo divino, sino porque el Hijo divino ha tomado una naturaleza humana para nuestra salvación. Él es el Hijo divino que subsiste en dos naturalezas, quien vivió Su vida por nosotros como nuestro representante, murió nuestra muerte como nuestro sustituto y fue resucitado para nuestra salvación eterna. Por este motivo, el Señor Jesús es absolutamente único y sin parangón, y por lo tanto, el único Señor y Salvador. En segundo lugar, como en la encarnación el Hijo eterno de Dios tomó la naturaleza humana, pudo ahora vivir una vida humana plena también. Sin embargo, no estaba totalmente confinado a esa naturaleza humana, como si por un tiempo la naturaleza divina se hubiese despojado de sus atributos o funciones. Por eso, la Escritura afirma que, incluso tras la encarnación, el Hijo divino continuó manteniendo y sosteniendo el universo (Col. 1:15-17; He. 1:1-3), incluida la época en que vivía en la Tierra como un hombre que dependía del Padre y recibía poder del Espíritu (Jn. 5:19-27; Hch. 10:38).
Nuestra descripción del Jesús bíblico está más allá de nuestra comprensión plena, pero solamente en esa clase de Jesús tenemos a Aquel que puede satisfacer todas nuestras necesidades. Aparte de Él como Hijo de Dios encarnado, no tenemos un Redentor que pueda representarnos como hombre y menos aún satisfacer las exigencias de justicia de Dios respecto a nosotros por causa de nuestro pecado. Al fin y al cabo, solamente Dios puede salvarnos. Al hacerse uno con nosotros, nuestro Señor no solo se transformó en nuestro Salvador compasivo, sino que también llevó a cabo una obra que nos salva, total, completa y definitivamente.
Artículo extraído de la RVR 1960 Biblia de estudio Holman.
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Foto por (Timothy Eberly) en Unsplash
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